Ahí fuera llueve intermitentemente desde hace un buen rato, pero yo, totalmente fascinado por esas pequeñas y minúsculas gotas que caen como si fueran lágrimas cristalinas de un ángel triste no consigo apartarme de la ventana -cualquiera que me vea, un adulto con casi 40 y tantos a las espaldas pero con la mirada cristalina y curiosa de ese niño que se fue de Madrid apenas con 12 años y que ya no volvió hasta hoy, pensara que me he vuelto tarumba o que me ha dado un aire, hoy ya todo eso me da igual, el cambio de aires me ha abierto los ojos, la vida es mucho más sencilla y simple que todo eso- , los recuerdos empiezan a brotar como si fueran esas mismas gotas de lluvia que van cayendo lentas pero seguras, con ella llegan a mi memoria flashes, palabras, imágenes borrosas de cuando era pequeño y me encantaba saltar y meterme en los charcos en esos días de lluvia en que parece que uno va a tener que sacar la piragua del trastero para salir a la calle porque no hay manera de caminar sin ponerse todo perdido, mi padre nunca vio bien esa manía mía por meterme en los charcos por pequeños que fueran, pero a mi todo me seguía dando igual, lo guay era ponerse hasta arriba de barro como si uno fuera un soldado en plena trinchera en una extraña guerra en la que al final todos volvíamos con vida a casa a la hora de la merienda, esa era la única manera de pasar camuflado a las filas enemigas, pero nada, mi padre, erre que erre, no se enteraba de nada y hacía todo lo posible por frustrar mi único pasatiempo, había intentado de todo para quitarme de la cabeza mi más querida afición: en cada Navidad, cumpleaños, santo y ocasión que se terciara, el pobre hombre -con toda la buena voluntad del mundo, eso sí- llegaba con una colección de sellos, un par de puzzles, un rompecabezas gigante, trenes eléctricos, coches teledirigidos de última generación, libros de animales, de romanos, de piratas, de monstruos, toda la colección de los clips de Playmobil, equipaciones completas de todos los equipos españoles y extranjeros famosos, en fin, dicho en pocas palabras, mi pobre padre se lo curró - a ratos empecé a temer que quisiera montar una juguetería en casa, pero cuando comprendí que a mi hermano pequeño no le regalaba tantas cosas ahí ya se encendieron todas mis alarmas y la cosa empezó a preocuparme de verdad-, pero es que lo mío no era una simple y vana obsesión o una pasajera manía infantil, no, lo mío era más que todo eso, era algo mucho más importante, era mi futuro, pues en mi más tierna infancia ya había decidido firmemente que, cuando fuera mayor, iba a perfeccionar mi técnica y me iba a convertir en saltador olímpico de charcos, sí, así como lo oyen, lo malo es que cuando lo dije en casa estando allí unos amigos de mis padres que, inocentemente, me preguntaron qué es lo que quería ser de mayor por poco no les da un yuyu y de los buenos, mamá se puso más blanca que la pared recién pintada de mi cuarto - por un momento pensé que me llevarían a una clínica de reinserción juvenil creyendo que las emanaciones tóxicas de la pintura de mi habitación me habían provocado un brote de locura transitoria, estos padres de España, qué imaginación más desbordante gastan- y papá por poco se atraganta con esos canapés tan raros que Pepita, la cocinera, había preparado para el aperitivo, así que, sin comerlo ni beberlo, como quien no quiere la cosa, unos días después de esa “confesión” me encontré con el abrigo puesto y las maletas hechas en la estación de Chamartín rumbo a Extremadura a un colegio interno, lo de que me mandaran tan lejos no lo terminaba de entender del todo, con lo grande que era Madrid, ¿era posible que no hubiera ningún internado en los alrededores? Pero no iban por ahí los tiros, lo cierto es que mis padres, después de hablarlo seriamente durante unos días, habían decidido enviarme a Extremadura con una hermana de mi madre que vivía allí - de la que hasta entonces yo no había sabido nada- para que me quitara de la cabeza esa tontería de saltar charcos (en parte también por no avergonzarse más delante de sus amigos, entre los cuales ya empezaba a correr la voz de que al hijo de los González García del Rosedal se le habían caído un par de tornillos y se había quedado tonto de remate), en principio yo iba interno aunque los fines de semana se me permitiría -como favor especial- ir a dormir con mi tía Paquita a ver si el contacto con la familia más lejana conseguía ponerme los pies en el suelo y me dejaba de gaitas, no sé yo qué quería decir eso, pero bueno, cuando uno es pequeño le toca callar y obedecer sin rechistar, es lo que hay…
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